Llueve.
Es otoño, y en el piso la ropa se mezcla con las hojas.
Papeles con listas de tareas incumplidas. Ex-tazas de café. La cama sin hacer.
Hace frío. Siempre hace frío en este lado de la casa.
Me envuelve el caos.
Cierro los ojos, se agudizan los sentidos.
¿Qué percibo?
El sonido de las gotas que caen se mezclan con la presión de las teclas bajo mis dedos. Fluyen. Aquello que los traba ya no existe con los ojos cerrados.
Lo que me rodea desaparece y se vuelve oscuridad, se vuelve vacío imaginario. Se vuelve aire. Sigo tipeando y de a poco pierdo la referencia de lo que escribo.
Inhalo una porción de afueridad que ingresa, y se invade de mí. Exhalo, y mis partículas (o las que supieron serlo) se dispersan y adhieren a las listas, a la ropa, a la suciedad de las tazas, se meten en sábanas, se acumulan y me acechan.
Y así, con cada respiración una porción de abstracción se rodea de hastío.
Dicen que lo externo es reflejo de nosotros mismos.
Quizás el desorden es un pedido inconsciente de auxilio.
La taza se vuelca sobre las listas. La tinta se corre, la ropa se moja, las células se hacen gotas que recorren el cuarto.
Abro los ojos.
Percibo todo, menos a mí misma.