
¿Cuántas veces me reí de mi hermana, cuando dice "yo no voy a seguir la facultad, porque no me gusta estudiar", sin ninguna respuesta a la eventual "¿y entonces qué vas a hacer de tu vida"?
Muchas, definitivamente.
Hoy, como tantos de nosotros, los que apenas terminamos la dulce secundaria el año pasado, es apenas el comienzo de un largo camino. ¿Largo, dije? Sí... Como cinco años de carrera (¡y con suerte!). Y considerando toda la responsabilidad (sí, responsabilidad dije.) que esto implica, muchas veces (cuando la clase se pone tediosa, cuando un trámite implica recorrer tres veces de punta a punta dos pisos de uno de los pabellones de Ciudad, cuando el colectivo viene hasta las manos, por citar algunos ejemplos) me pregunto cuán errada está mi hermana al tener desde ahora (cuando todavía le quedan seis dulces años de descanso) ese tipo de inquietudes.
Claro está, esta idea me arranca una sonrisa, aunque sea de prepo, e inmediatamente después, la rutina de dibujar los márgenes esperando que la clase retome lo interesante, de preguntar miles y miles de veces lo mismo hasta que me den una solución y de paso, hacer ejercicio, o, inclusive, empujar un poco más entre el puñado de gente para poder agarrarme de algún lado y no perecer en el intento de construir mi futuro.
Porque en definitiva es eso: futuro. Futuro, y más futuro. Y en eso consiste la vida, ¿o no?
Planes, muchos planes, pero difícil. No queda otra, entonces, que buscar nuestro papel, nuestra identidad, y darle para adelante.
C'est le vie...
Por lo pronto, mi lugar está acá, y de acá no me muevo (hasta nuevo aviso).